El honor de la República
El honor de la República
Entre el acoso fascista, la hostilidad británica y la política de Stalin
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Sinopsis
Con este volumen, el profesor Ángel Viñas cierra su trilogía sobre la República y la guerra civil. Si en el primero el autor analizaba el inicio del golpe de estado contra la República, el vergonzoso abandono de que fue objeto por parte de las democracias occidentales y el viraje de aquélla hacia la Unión Soviética, en el segundo relató magistralmente el período crucial de la contienda entre otoño de 1936 y el verano de 1937.
En este tercer volumen, basado como siempre en una exhaustiva, casi obsesiva, explotación de todos los recursos documentales disponibles, Ángel Viñas sigue paso a paso la mayor parte de la gestión del gobierno Negrín, analiza las estrategias de los gobiernos británico y francés empeñados en apaciguar a los dictadores fascistas. En paralelo, desmitifica los intereses soviéticos así como el papel de Stalin en la guerra. Frente a las opiniones de tantos indocumentados o farsantes sobre la guerra civil, el solidísimo trabajo de Ángel Viñas nos obliga a replantearnos seriamente muchas de las leçons reçues para ver bajo una nueva luz la génesis, el desarrollo y el final de aquel drama, en el que la República salvó su honor al oponerse a la agresión de las potencias del Eje.
Datos técnicos
Colección | Contrastes |
Páginas | 624 |
Formato | 15,5 x 23 cm |
Encuadernación | Tapa Dura |
Código | 968855 |
ISBN | 978-84-7423-765-8 |
Fecha de disponibilidad | 27/11/2008 |
Más información
Capítulo1
Un legado poco favorable
EN EL ESCUDO de la República se abordó la acción interna del nuevo Gobierno
Negrín para lidiar con algunas de las consecuencias de los hechos
de mayo de 1937. Fueron episodios que si bien han levantado grandes controversias
no reflejaban el legado más acuciante. Les superaban la situación
militar y la coyuntura internacional. Entre ambas existían interacciones derivadas
de las posturas de las potencias intervinientes (Alemania, Italia, Unión
Soviética) y de las que teóricamente no lo eran (Francia, Reino Unido). Todas
seguían la evolución en los frentes españoles y ajustaban sus actuaciones.
El principal problema de ambos bandos consistía en reforzar los apoyos de
que disponían. Las posibilidades de éxito eran diferentes. Franco tenía muchas.
La República casi ninguna.
ERRORES Y DESEQUILIBRIOS HEREDADOS
El Gobierno Largo Caballero no había ignorado las dificultades. Otra
cosa es que hubiese adoptado las medidas adecuadas y en la intensidad necesaria
para hacerles frente. A los errores políticos internos, había sumado los
externos. La situación tampoco la desconocía el nuevo Gobierno. Tres de sus
carteras esenciales las ocupaban hombres con probada experiencia de la
amarga soledad republicana. El ministro de Defensa Nacional, Indalecio
Prieto, había desempeñado la de Marina y Aire y casi desde el principio estuvo
encargado de las adquisiciones de material bélico en el exterior. El ministro
de Estado, José Giral, había apurado la soledad hasta las heces en sus intentos
por convencer a Léon Blum de que apoyara al Gobierno legítimo tras
la sublevación militar. Juan Negrín se movía bien en las finanzas de guerra y
en sus escollos internacionales. La primera declaración del nuevo Gobierno
fue convencional. No ofreció pistas en dos de los ámbitos centrales para el es-
fuerzo bélico. Por un lado, trabajaría por la victoria. Por otro, seguiría la línea
marcada por su predecesor en el plano externo y reforzaría sus protestas
ante la no intervención. Lo interesante no fueron las intenciones sino su instrumentación,
con líneas de continuidad pero también discontinuidades.
El gran desafío estribaba en parar la ofensiva franquista en el Cantábrico.
No parecía posible conseguirlo. Las diversas maniobras de diversión emprendidas
no dieron resultado. El Ejército del Norte estaba muy desorganizado
y copado por el nacionalismo vasco, poco deseoso de cooperar con el
Gobierno salvo en sus propios términos, disfuncionales para la teórica causa
común. Varios sectores peneuvistas buscaban las mejores condiciones para
negociar una rendición que les permitiera salvar su patria chica. No entendían
la naturaleza del enemigo. En Vizcaya abundaban los traidores, los desertores
en potencia y los dobles y triples juegos en número tal que hubieran
hecho las delicias de los órganos del contraespionaje republicano y de los
agentes de la NKVD. Sin embargo, su actividad en aquella zona fue reducida.
1 Por razones ideológicas y, quizá, logísticas, era más fácil concentrarse en
los anarquistas y en el POUM que no en el PNV, escasamente penetrable.
Lo que los líderes del PNV no comprendían lo percibía cualquier observador
no prejuzgado. En un informe del 29 de mayo, el teniente coronel
Henri Morel, agregado militar francés y jefe en España del Deuxième Bureau,
se hizo eco de la lentitud del avance franquista, a pesar de haber puesto
toda la carne en el asador, dejado de lado los demás frentes y centrado contra
el pueblo vasco, «católico y profundamente conservador», toda la inquina
que normalmente destinaba a los «marxistas». Morel divisaba en ello una de
las características de la guerra que tanto trabajo le costaba que se comprendiera
en París: la alianza de castellanos, andaluces y navarros reaccionarios,
es decir, de una gran parte de la España interior contra la España exterior,
más rica, más evolucionada, más diversificada y, por ende, más proclive a la
experimentación social.2 La autoridad del mando, tras la desastrosa experiencia
previa de un Aguirre reconvertido en militar, seguía siendo precaria.
Tampoco el contexto exterior parecía evolucionar de manera favorable,
aunque el embajador en Londres, Pablo de Azcárate, telegrafió el 10 de mayo
con rumores de que tal vez Alemania e Italia estuvieran dispuestas a examinar
alguna que otra modalidad de abandono si se demostraba la imposibil
i-
dad de la toma de Bilbao (AMAE: FPA, caja 100, E2).3 La importancia y el
significado de la capital vizcaína los tenía Prieto muy presentes. El problema
estribaba en cómo contribuir eficazmente a salvarla. Las perspectivas eran
anunciadoras de un auténtico desastre. El lehendakari Aguirre, que ya seguía
un doble juego, ponía el énfasis en la necesidad de material aéreo, como si
éste fuera la respuesta a todos los males. Enviarlo no era fácil. Prieto se lo había
reiterado hasta la saciedad sin lograr que le creyese. No se disponía del
suficiente volumen de aparatos para trasladarlos en tromba al Norte. Por razones
logísticas y de organización, tal vez incluso por no drenar los recursos
propios, los soviéticos no suministraban el número de aviones que se pedían.
Los enviaban en cantidades relativamente pequeñas, preocupados de que los
convoyes, muy camuflados, no cayeran en poder del adversario.
No sólo se trataba de los soviéticos. Según informes llegados a Valencia,
el 27 de abril, en una reunión del Consejo de Ministros francés, el presidente
de la República, Albert Lebrun, había arremetido contra Pierre Cot, ministro
del Aire, a cuenta de las facilidades que ofrecía a los españoles. Incluso indicó
que debería suprimirse la línea aérea Toulouse-Bilbao, sostenida por el
Gobierno vasco. Léon Blum no defendió a Cot. Los informes mencionaban
los obstáculos que suscitaban los franceses. Aun así, en plena crisis de los
«hechos de mayo», Prieto envió 16 aviones (15 de caza y uno de bombardeo)
que, por falta de autonomía, se vieron obligados a aterrizar en el aeropuerto
de Toulouse-Francazal el día 8.4 Ninguno de los 35 aviadores tenía tarjeta de
identidad o licencia de piloto. Se afirmó que el aterrizaje infringía la normativa
francesa sobre la no intervención, plasmada en una ley del 21 de enero, un
decreto del 18 de febrero y otro del 8 de abril de 1937. Entre quienes lidiaron
con el asunto había dos observadores del CNI (un coronel finlandés y un comandante
belga) que pusieron el grito en el cielo. Lo repercutió el representante
en Francia del sistema de control terrestre y la prensa lo amplió. Cot se
vio obligado a ordenar que una escuadrilla reacompañase los aviones. La
conjunción de vectores externos e internos impidió que los republicanos pudieran
modificar la relación de fuerzas en el Norte.
París volvió a las andadas al abortar otro febril intento a mitad de mes.
En esta ocasión 17 aparatos (12 de caza y 5 de reconocimiento), de los cuales
15 estaban armados con ametralladoras, aterrizaron en Pont-Long, aeródromo
militar de Pau. Dijeron que llegaban de Santander y que se habían extraviado
a causa de la niebla. En este caso no sólo se les obligó a retroceder sino
que se les despojó de sus armas y municiones, excepto a tres, para que pudieran
proteger el regreso el 22. En definitiva, el Gobierno Blum no se atrevió a
consentir el menor gesto de apoyo a la República (DDF, V, docs. 413, 438 y
452).5 Aunque la derrota en el Norte en modo alguno podría atribuirse tan
sólo a la carencia de aviación,6 las FARE tenían un prestigio casi mesiánico,
como recordó Zugazagoitia (p. 292). La gente creía que, una vez que entraran
en juego, detener el avance del enemigo sería fácil.
Sin cobertura aérea y frente a la potencia letal de la Cóndor, no había demasiadas
posibilidades. Según el consejero militar jefe soviético, general Grigori
Shtern, al teatro de operaciones se trasladaron, en diferentes momentos y con
grandísimas dificultades, 47 aviones de caza.7 Tras los incidentes con Francia
los envíos se organizaron de la siguiente forma. Un bombardero SB volaba a la
zona de Burgos y observaba si hacía buen tiempo. En tal caso informaba al grupo
de cazas que esperaban la salida. Éste lo guiaba otro SB equipado con los mejores
instrumentos entonces disponibles. Todo fue inútil. Era tarde para compensar
los dramáticos errores en que las autoridades políticas y militares vascas
habían incurrido en su persistente localismo. Este fenómeno, que ya se había
manifestado desde el comienzo mismo de la guerra con las patéticas gestiones
para poner el País Vasco bajo alguna forma de «protectorado» británico, se
pagó muy caro.8 Lenta, pero inevitablemente, las fuerzas franquistas continuaron
su avance. Se conserva una carta del general Goriev a Rojo, jefe del EMC,
en la que describe las dificultades orgánicas para la defensa del Norte, la importancia
de las corrientes independentistas, la falta de unidad de mando, la falta
de coordinación de las industrias de guerra y, no en último término, la mala calidad
de los mandos. Los combatientes eran formidables pero no tenían mandos
que supiesen utilizar sus cualidades (AHN: AGR, caja 6/4).
Con todo, y como señaló en mayo de 1937 al presidente Cárdenas el delegado
mexicano ante la SdN, Isidro Fabela (Diplomáticos, pp. 27-29, 36),
uno de los grandes errores del Gobierno Largo Caballero había estribado en
dar su consentimiento en el mes de diciembre anterior a la aceptación del
CNI por parte de la organización ginebrina. Ello implicaba asumir que, en
contra de la evidencia, el conflicto español era meramente interno y no una
guerra de agresión internacional que violaba el pacto. Incluso el presidente
Azaña se había expresado en aquel sentido, aun reconociendo el sacrificio
que imponía. Fabela sólo se lo podía explicar por presiones franco-británicas.
Más relieve tuvo, a mi entender, el deseo de cortejar a las democracias,
una de las constantes de la política exterior republicana que nunca varió y
cuyos meandros jamás han recorrido los propugnadores del sometimiento de
la República a los presuntos dictados de Moscú (léanse Beevor, Bennassar,
Bolloten, Payne y Radosh, entre los autores extranjeros más recientes). La
postura de acatamiento a las resoluciones de la SdN, manipuladas entre bastidores
por las grandes potencias, se veló con protestas formales que nunca
pudieron deshacer los primeros y trascendentales errores y que han de ponerse
en el debe de Giral, Barcia y Álvarez del Vayo como responsables de la política
exterior, que a Largo Caballero le tenía absolutamente sin cuidado.
Ello no significa que en Valencia se olvidara a la SdN, aunque no he visto
documentados muchos mea culpa si los hubo. Tiene interés en este aspecto un
memorándum del 29 de marzo de 1937 que los republicanos hicieron llegar a
Maxim Litvinov, comisario de Asuntos Exteriores. Tras la batalla de Guadalajara
se habían incautado de enormes masas de documentación. Reforzaban
el material que desde fecha temprana se había recogido sobre la intervención
italiana y que se comunicó a la SdN en noviembre de 1936 en forma de Libro
Blanco. Tras la debacle fascista, y de forma mucho más transparente de lo que
había mostrado Málaga, era evidente que el régimen mussoliniano disponía en
España de unidades completas que operaban en los sectores que se les habían
asignado y que se comportaban como fuerzas de ocupación. Ello equivalía a
una auténtica invasión que infringía el pacto y constituía una infracción radical
de la no intervención y de las obligaciones internacionales contraídas por
Italia (AMAE-FPA, caja 100, E 2).9 Dado que la interpretación soviética no
era muy diferente y que, como sabemos desde La soledad de la República, la
decisión de Stalin tuvo un fuerte componente de reacción a las intervenciones
de las potencias fascistas, la comunicación puede interpretarse como un intento
de suministrar munición que emplear en las discusiones del CNI. Pero, naturalmente,
era ya demasiado tarde. El CNI nunca salió de su inanidad, salvo
para perjudicar a la República, aunque los debates que propició en su seno
constituyesen un artilugio útil, según habían proclamado tantas veces, en documentos
internos, diplomáticos británicos.10
Los errores de concepto acumulados durante el Gobierno de Largo Caballero
nunca pudieron remediarse. Álvarez del Vayo lo intentó. Por ejemplo,
en la reunión de la SdN a finales de mayo de 1937 se basó en la nueva
documentación para reforzar sus quejas. Caracterizó de criminal la invasión
italiana y alemana. Auguró al plan de control cocido en el CNI el mismo destino
que a la política de no intervención. Y así ocurrió.11 Azaña, en el discurso
que pronunció con ocasión del primer aniversario de la sublevación militar,
se refirió a una auténtica invasión de España y Negrín repitió la misma
idea ante la SdN en septiembre de 1937. No es de extrañar que la propaganda
republicana evocara la noción de una segunda «guerra de la independencia
». Pero nada se movió. Hay errores que matan. Las potencias del Eje llevaban
tiempo afirmando, en la confidencialidad de los contactos diplomáticos
con los países democráticos, que no tenían la intención de atentar contra la integridad
territorial española. Estos últimos, a pesar de alguna que otra preocupación
ocasional, les creyeron o hicieron como si les creían. Al fin y al cabo
en el mismo sentido abundaban las melifluas informaciones que,12 de vez en
cuando, se suministraban desde el bando franquista.
Un enviado vaticano, monseñor Franceschi, que por encargo del secretario
de Estado adjunto, Giuseppe Pizzardo, visitó España desde mitad de abril
a principios de junio, dejó un informe de las ventajas que ya había acumulado
Franco: control de casi dos terceras partes del territorio (en las que radicaban
las zonas excedentarias en productos alimenticios) amén de Marruecos; mayoría
de población; puertos seguros en el Atlántico y en el Mediterráneo (Málaga);
en consecuencia, facilidad de comunicaciones con el exterior; manejo
de una abundancia de barcos patrulleros bien dirigidos que compensaban el
desequilibrio en grandes unidades; superioridad en cantidad y calidad de la
aviación germano-italiana sobre la soviética; un ejército tutelado por numerosos
profesionales, etc. A las ventajas materiales se unía el balance de las intervenciones
extranjeras: Italia seguiría hasta el fin, Alemania haría lo mismo.
Francia, por el contrario, se retraería. Inglaterra se alinearía con Franco en
cuanto recibiera seguridades. Sólo la URSS era el gran apoyo de la República,
pero tenía en su contra la distancia y la vulnerabilidad de la ruta mediterránea.
Añádase a ello la moral de victoria. El triunfo de Franco era imparable
(AG, anexo al doc. 6-95).13 Era una conclusión correcta.
UNA SITUACIÓN APRETADA
El comportamiento del Gobierno francés es explicable. Según reconoció
el EM, la idea predominante sobre cómo garantizar la seguridad propia seguía
descansando, ante todo, en la más estrecha colaboración con el Reino
Unido. En caso de un eventual conflicto, el apoyo británico iría muy por delante
en potencia, certidumbre y constancia a cualquier alternativa que la
Unión Soviética pudiera ofrecer. Los soldados deducían que era imprescindible
mantener alineadas las posiciones sobre las británicas. Los lazos con
Moscú ayudarían pero sólo bajo condiciones muy, muy estrictas. Destacaban
dos: que la cooperación franco-británica no se viera afectada en absoluto
y que Polonia y Rumanía no se opusieran ya que sin ellas Moscú no podría
hacer valer su capacidad en caso de un posible conflicto con el Tercer
Reich (DDF, V, doc. 480). Esta actitud, a la que también subyacían consideraciones
ideológicas, llegó intacta hasta la crisis de Munich en septiembre de
1938 y reforzó el sentimiento análogo que dominaba en la cúpula del Quai
d'Orsay. En una palabra, nunca se marcaron distancias insalvables ante al
Reino Unido. La lógica de agosto de 1936 que llevó a la no intervención
continuó triturando las posibilidades de maniobra republicanas. La amenaza
del Eje no se conectaba con su intervención en España. Al menos no en
términos operativos.
El Gobierno de Valencia no lo ignoraba pero ¿qué podía hacer para doblar
el brazo francés? Los autores pro franquistas y conservadores se han
complacido, y se complacen, en destacar hasta la saciedad la dependencia republicana
con respecto a la Unión Soviética. Suelen dejar de lado otra mucho
más acusada, la que ligaba a la República con Francia, refugiada -como solía
decirse- tras las faldas de la gobernanta inglesa. Los servicios de información
republicanos se enteraron de que en una reunión del Consejo de Ministros
en el mes de marzo el titular del Quai d'Orsay, Yvon Delbos, que no
había mirado con simpatía a la República desde el primer momento, había
defendido acaloradamente su política de no intervención tanto en lo que se
refería al pasado como para el futuro. Cot lo había deplorado pero Delbos
declaró de forma tajante: «Si Francia hubiera hecho o hiciera oficialmente alguna
cosa a favor de la República española, perdería ipso facto y completamente
la amistad y la colaboración británica». Estas palabras produjeron, según
los informantes, una auténtica sensación y nadie replicó. En varias
ocasiones el Ministerio de Estado dio traslado a Azaña de tal tipo de informaciones.
Los británicos no veían el peligro que supondría una victoria de
Franco. El Gobierno de Londres vivía todavía bajo la impresión de que el peligro
auténtico radicaba en que el anarquismo o el bolchevismo se adueñaran
de España.
Los republicanos sabían más cosas. Por ejemplo que el Quai d'Orsay
afirmaba que causaba gran irritación entre los británicos que en España se
hablase de la posibilidad de una conflagración europea como consecuencia
de la guerra civil. En Londres se creía que ésta podría ser la solución que buscaban.
Uno de los aspectos más dramáticos del dogal que atenazó a la República
es que no fue posible erosionar tal vínculo. En otro momento, el Ministerio
de Estado comunicó a Azaña que la política del Quai (controlada
por los radical-socialistas) estaba profundamente influida no sólo por Alexis
Léger, secretario general, sino también por el embajador Jean Herbette. Éste,
según se enteró su colega en París, Luis Araquistaín, sentía una gran hostilidad
-mejor dicho, auténtico odio- hacia el Gobierno de Valencia. Se
consideraba ofendido porque no se habían escuchado sus consejos y por la
frialdad con la que el Gobierno Azaña le había tratado antes de la guerra.
Informes adicionales señalaron, no obstante, que la opinión de Herbette no
contaba tanto14 pero las presiones para que se le cesara no dieron resultado
alguno.15
La actitud pasiva del Gobierno Blum siempre tuvo sólidos apoyos en la
opinión pública y en la clase política. La idea de mezclarse en los jaleos de España
provocaba auténtica urticaria. Sin embargo, levantaba ampollas en
otros sectores. En un sonado artículo, «La guerre Franco-Espagnole?», un
diputado socialista, Édouard Serre, estableció un inventario de los múltiples
gestos y acciones en los que el Gobierno de París y sus funcionarios habían
dañado a la República. Prieto le contestó públicamente y le felicitó por poner
de relieve la paradoja de que los socialistas franceses se desgañitasen en innumerables
muestras de simpatía y afecto pero que a la vez utilizasen sus puestos
en el Gobierno para contribuir a la asfixia republicana. Cuando constataba
la situación en la que los socialistas de otros países habían colocado a los españoles
no podía evitar que le salieran las lágrimas.16
En los archivos parisinos se encuentra una información riquísima sobre
la variada panoplia de obstáculos. Con fines ilustrativos podríamos citar,
por ejemplo, las condenas de los tribunales a ciudadanos franceses y españoles
por tenencia y distribución de armas y de municiones o por tentativas de
exportarlas sin la preceptiva autorización; la vigilancia estrecha a que eran
sometidos, particularmente entre el movimiento anarquista y sus apoyaturas;
detenciones por reclutar voluntarios para las BI y por efectuar transportes ilícitos;
medidas contra los agentes de aduanas por intervenir en la exportación
de maquinaria que podría utilizarse para fabricar municiones; robos de aviones;
seguimiento de quejas sobre incorporación de menores a las BI; informes
muy detallados sobre reuniones, mítines y asambleas en solidaridad con los
republicanos, etc.17
La caída de Bilbao el 17 de junio, facilitada por un sinnúmero de traiciones
que ha detallado recientemente Cándano y que los autores pro franquistas
suelen «olvidar», fue un golpe muy duro. Ahora bien, en comparación
con lo que había ocurrido en el caso de Málaga, las repercusiones políticas
inmediatas se contuvieron. Incluso en la atmósfera cainita de la política republicana
no podía ponérsela en el debe del Gobierno al mes escaso de haber
empezado a actuar. Un sector del PNV se lanzó a una férvida política de capitulación.
La minería e industria vascas, aisladas, no habían prestado gran
apoyo a la resistencia republicana pero su potencial reforzaría enormemente
la capacidad ofensiva franquista y permitiría estimular la atención británica,
jugando según las circunstancias entre Berlín y Londres.18 En los círculos
conservadores del Reino Unido mejoró enormemente la visión de las posibilidades
de Franco. Desesperado, Prieto escribió el día 20 a Negrín y le presentó
su dimisión:
Nuestras tropas, ante la enorme superioridad de material de guerra de que
allí dispone el enemigo, se han visto impotentes para prolongar una defensa
que ha costado ríos de sangre y los rebeldes se han adueñado de la Villa. No necesito
encarecer a usted cuánto supone en sí misma y en las repercusiones que
tendrá, con respecto a la guerra toda, esta pérdida, la más sensible, indiscutiblemente,
entre las que hemos sufrido desde que la lucha comenzó y que habrá de
reflejarse con quebranto en el prestigio político del Gobierno ... No trato de ocasionar
un conflicto político, al contrario, pretendo reducir el que considero inevi
table y que incluso llegaría a esfumarse, dándose en horas esta solución que amistosamente
le ofrezco (AFIP. Correspondencia. Negrín).19
La dimisión no se aceptó. Es probable que Negrín pensase que Prieto no
era culpable del desaguisado que había venido cociéndose y no podía arriesgarse
a provocar un agrietamiento en el Gobierno tras sólo un mes de actividad.
Además, ¿quién ocuparía la cartera de Defensa? Más tarde, el encargado
de negocios soviético lamentó que no lo hiciera el propio Negrín, pero era
muy arriesgado y no cabe descartar que la carta fuese un gesto obligado porque
Prieto debía ser tan consciente como el propio Negrín de lo delicado de
la situación. Azaña se hizo eco de opiniones que aducían que, a pesar del desastre,
políticamente la situación se clarificaba porque limitaba la deletérea
capacidad de influencia del Gobierno vasco.20 Es una valoración similar a la
que la embajada norteamericana en Valencia transmitió la víspera a Washington
y que interceptaron los británicos: se aceptaba que la caída tendría
consecuencias serias, más en lo político que lo militar, pero no constituiría
un acontecimiento decisivo.
NEGRÍN ACUDE A FRANCIA
Pocos días después cayó el Gobierno Blum. Aunque las reflexiones republicanas
internas disponibles no son muy abundantes, es difícil que en Valencia
se derramaran lágrimas. A priori, nada hacía pensar que su sucesor,
dirigido por Camille Chautemps, fuera a comportarse mejor. El nuevo presidente
del Consejo era uno de los que más se habían batido en julio y agosto
de 1936 para evitar que Francia se mezclase en el avispero español.21 Blum
quedó de vicepresidente, un puesto más bien decorativo pero no sin influencia.
Auriol pasó a Justicia, donde no tenía nada que ver con el control aduanero.
Fue, sin duda, el aspecto más demoledor. La titularidad del Quai no varió
y Delbos siguió sin dar muestras de gran imaginación (P. Jackson, 2000,
p. 207). Lo único positivo fue la continuación de Cot en la cartera de Aire.
Como por debajo de los valses gubernamentales continuaba dominando la
misma alta burocracia, la entrada en acción del nuevo Gobierno se vio acompañada
de un signo preocupante. El Journal Officiel publicó un aviso del
Quai d'Orsay que reactualizaba la prohibición de exportar armas a España.
Léger era consciente de que las potencias del Eje estaban dispuestas a hacer
de su intervención una prueba de fuerza, contando con las divergencias en las
opiniones públicas de Francia y del Reino Unido. La actitud francesa incluso
se endureció.
En la embajada republicana también hubo cambios. Luis Araquistaín,
acerbo crítico de Negrín, había perdido a su valedor Largo Caballero y dimitió
inmediatamente (Gaceta del 28 de mayo).22 Para sustituirle se nombró
con toda urgencia al embajador en Bruselas, Ángel Ossorio y Gallardo. Si el
primero no había sido una elección afortunada, tampoco lo fue el segundo.
Azaña hubiese preferido a Besteiro. El Gobierno se opuso, al parecer porque
se pensó que no encajaba en los medios socialistas franceses.23 Probablemente
fue un error y siempre hubiera podido sustituirse a Besteiro, como ocurrió
con Ossorio. El agente confidencial de Negrín, «C»,24 le envió el 3 de agosto
una carta devastadora sobre las primeras semanas de la actuación del nuevo
embajador (AFPI: ACZ 184-30). No parecía preocuparse de influir en los
políticos con peso. «Cuando tiene que visitar a algún ministro, ha de esperar
turno como un visitante cualquiera. No sabe imponerse y hacer que le reciban
sin pérdida de tiempo, cosa que consigue en París quien quiere y sobre
todo quien se decide». Esto no significa que Ossorio no se moviese. «C» afirmó
que lo hacía en una sola dirección: en la búsqueda de una mediación.
Bien a impulso propio o a resultas de influencias. «C» temía la de Salvador
de Madariaga, con quien Ossorio sostenía largas conversaciones.25 Encajaba
con el enfoque derrotista de muchos españoles asentados en París o que iban
a la capital francesa. No se anduvo con miramientos:
Todos ellos, se llamen republicanos o socialistas, están en Francia porque se
han desinteresado de nuestra guerra y lo que quieren es que acabe cuanto antes,
sea como sea; desde luego, les agradaría más que terminara de modo que no hiriera
mucho sus intereses y tal sería la solución que propone el Sr. Ossorio, sin
darse cuenta, tal vez, de que es la menos aceptable, porque no es creíble que lo
de España acabe sin que seamos vencidos o vencedores. Cualquier otro término de
nuestra lucha sería indigno. Mejor vencidos y muertos que un acuerdo con Franco,
monigote de los invasores.26
Ossorio no tenía la capacidad de lucha de Pascua.27 Ahora bien, más importante
que las personas fueron las sutiles modificaciones que incidieron sobre
la política de seguridad de Francia. Durante la gestión de Blum se habían
mantenido conversaciones para poner algún diente en la relación franco-soviética.
No llegaron a mucho debido a la oposición del EM y del propio Daladier,
en parte por prejuicios anticomunistas pero también para no antagonizar
a Alemania. Cuando las purgas diezmaron al Ejército Rojo, los franceses
aprovecharon la ocasión para finalizar los contactos. Tampoco extrajeron las
oportunas conclusiones sobre la calidad de la aviación rusa, considerada ineficiente
por falta de mano de obra cualificada (P. Jackson, 2000, p. 237). Al
disminuir su interés por la URSS, Francia acentuó su dependencia con respecto
al Reino Unido. Ello, no obstante, poco a poco fue creciendo un sentimiento
de inseguridad ante la presencia del Eje en España. La noción de que Francia
se encontraba en una posición de inferioridad militar frente al Tercer Reich
continuó configurando la actitud oficial (ibid., p. 237). Además, en el Deuxième
Bureau siempre hubo gente que mantuvo vivos los temores a que el conflicto
español pudiera derivar hacia una conflagración general. Cuando a ello
se añade la aguda sensación de que la lucha ideológica pudiera traspasar los
Pirineos, la actitud de Chautemps resulta explicable.28
Negrín se apresuró a ponerse en contacto con el nuevo Gobierno. Conocía
a muchos de sus miembros y a personajes importantes de la clase política.
Tenía con Jules Moch un código especial que utilizaba para señalar sus llegadas.
Le enviaba telegramas firmados «Navarro» y en los cuales indicaba una
cierta hora. Así, recordaría Moch mucho más tarde, «Dînerai demain 19h30.
Navarro» significaba en realidad que pensaba aterrizar a tal hora en Le Bourget.
En ocasiones, Negrín le pedía que arreglara encuentros discretos en su
casa, o donde él prefiriera, con ciertas personalidades para tratar de asuntos
confidenciales.29 A finales de junio, acompañado de Giral y Azcárate, hizo
una visita a la capital francesa, desde donde se llamó varias veces por teléfono
a Azaña con buenas impresiones. Vieron a Blum quien les dijo que, en su nuevo
puesto, tendría mayor libertad de movimientos. También hablaron con
Delbos y Chautemps. Recibieron noticias agridulces. Por ejemplo, si se levantaba
la no intervención, los republicanos no podrían adquirir en Francia nada
o casi nada porque no era posible desprenderse de ningún armamento. Eso sí,
podrían utilizar el territorio francés para el tránsito de materiales que al principio
no fueron gran cosa. Delbos también ofreció sustituir a Herbette, aunque
la medida se demoró unos meses.
Ambos regresaron satisfechos, según escribió Azaña (pp. 119s), y es verdad
que los republicanos seguían disfrutando de apoyos en ciertos sectores. El
13 de julio, por ejemplo, el congreso del partido socialista (SFIO) aprobó por
unanimidad una resolución en la que, entre otras cosas, se solicitaba que se
restableciera el derecho de la República a adquirir armas y municiones sin limitación
alguna, que los miembros socialistas del gabinete se opusieran a la
concesión del derecho de beligerancia a los franquistas y que se nombrara un
nuevo representante en Valencia. La realidad, sin embargo, no salió a la superficie.
El embajador francés en Londres fue a París a tomar el pulso al nuevo Gobierno
e informó poco después a su colega británico de algo bastante diferente.
Había tenido largas entrevistas con Chautemps, Blum y Delbos, precisamente
con quienes habían hablado con Negrín y Giral. Todos ellos le habían indicado,
con énfasis vario, que continuaría la política de no intervención. Blum, en
particular, le dijo que tenía el apoyo de su partido.30 Así, pues, es preciso relativizar
la inicial acogida a Negrín del Gobierno francés, algo perdido ya en la
bruma del pasado y en los recuerdos no demasiado precisos de algunos de sus
componentes.31 Hay que subrayar especialmente la actitud de Blum, escasamente
favorable.
La política hacia España del mitificado líder socialista, que despertaba
abundantes críticas en la derecha, estaba profundamente incardinada en el
entrecruzamiento, fatal para la República, de las circunstancias objetivas y
de sus actitudes personales. Después de la derrota en la segunda guerra mun
dial Blum expuso en varios libros cómo la burguesía francesa no quiso la paz
cuando era posible, ni cómo supo aceptar el conflicto cuando se convirtió en
inevitable. El apego grosero a sus privilegios, a lo que consideraba como su
propio interés y la voluntad de poner por encima de todo su posición social
agostaron su sentido patriótico. No tenía temor de Hitler porque todos los
miedos se los llevaban el Frente Popular y, en particular, el comunismo. No
le faltaba razón en este implacable diagnóstico. El temor ridículo a las reivindicaciones
de la clase obrera condujo a un sector significativo de la burguesía
a una política de abandono que terminó desembocando en la traición. También
al partido socialista le correspondió su parte de responsabilidad. La
SFIO no llegó a comprender que a partir del momento en que Hitler empezó
a hundir las disposiciones centrales en el ámbito de la seguridad del Tratado
de Versalles, la libertad de acción francesa corría peligro mortal. Tuvo la tentación
del mal pacifismo en una época en que los elementos dominantes eran
la potencia militar y la pulsión ideológica.
La nueva investigación, sintetizada por Young, ha revisado muchos de los
clichés sobre la Francia de los años treinta, que no era ni tan desastrosa ni tan
decadente como solía presentarse en la literatura. Ello no impide afirmar que
la actuación de Blum fue un fracaso porque siempre estuvo dominado por la
preocupación esencial de no correr el más mínimo riesgo. Bajo la máscara de
la no intervención dejó que se desarrollara la intervención masiva italiana y
alemana. A pesar de sus preferencias personales, se comportó a remolque de
la oposición del interior y de la externa, a saber el Reino Unido.32 Exageró en
todo momento la gravedad de la situación interna. Jamás guió. No concibió
que la única forma de contrarrestar una opinión pública desfalleciente consistía
en hacer gala de una voluntad resuelta. Si llegó a entrever el peligro, se
mostró pusilánime y amedrentado. Nunca fue un líder a lo Churchill, a lo De
Gaulle o a lo Negrín, aunque sus émulos o rivales tenían más o menos sus mismos
defectos sin poseer sus cualidades. La valoración que hizo Fabela (Diplomáticos,
p. 38) se revela exacta setenta años más tarde: «Francia tuvo temor a
la guerra; y más que eso, Francia no tuvo al estadista que esos momentos solemnes
requerían para obrar con habilidad, con energía y con audacia». De
todas formas, Blum no fue un caso raro. Las élites francesas de los años treinta
tampoco estuvieron a la altura de las circunstancias.33 A la República española
y a Checoslovaquia les tocó pagar los platos rotos.
Ello no obstante, en algunos círculos existía la percepción de que, en relación
con España, la actuación conjunta franco-británica encubría intereses
que no eran rigurosamente idénticos. En los albores del nuevo Gobierno esto
se demostró de forma palpable. A finales de junio el agregado del aire británico
en París, coronel Douglas Colyer, envió a Londres un informe sobre lo
que le había dicho el representante de una empresa inglesa con gran experiencia
entre los círculos de la industria aeronáutica francesa. Se había enterado
de que Cot había ordenado la adquisición de aviones Potez 54, una parte
de los cuales estaba destinada a la República. Otra empresa construía
motores en grandes cantidades, una parte de los cuales iría a España. Colyer
preguntó a su contacto si Cot privaría a las fuerzas aéreas francesas de unos
aviones que tanto necesitaban. La respuesta fue afirmativa. Esta noticia causó
conmoción en Londres, sobre todo porque los servicios de inteligencia del
Aire le atribuyeron un elevado grado de certeza. Parecía confirmar sus peores
temores de que Cot seguía volcado a favor de la República. El director general
competente del Foreign Office, William Strang, poco conocido por su
simpatía hacia ésta, consignó en tono displicente que él siempre había sospechado
de Cot, hombre de pocos escrúpulos (sic). Hubiera sido mejor para
Francia y Europa si Chautemps le hubiese dejado fuera del Gobierno. Haciendo
gala de una insularidad a toda prueba, aludió con condescendencia a
la extraña obsesión francesa por lo que acontecía en España (muy superior,
dijo, a lo que ocurría en el Reino Unido). Sir Orme Sargent, su colega a cargo
de las relaciones con el Tercer Reich, afirmó que habría que plantear la cuestión
al Gobierno parisino. Después de todo, los contactos bilaterales eran
muy íntimos y la irritación resultante sería pasajera. Lo que había que evitar
era que la buena fama (sic) de la política común hacia la guerra española se
viera manchada «por el comportamiento poco escrupuloso de algunos ministros
y funcionarios franceses». Hubo reflexiones más duras. La actitud francesa
recordaba a la de la oposición laborista (sic). Ambas se situaban a una
altura moral desde la cual censuraban el comportamiento alemán e italiano,
apoyaban la no intervención y trataban de subvertirla ayudando en lo posible
al Gobierno de Valencia. Este tipo de enfoques estranguló a la República.
El lector observará en tales comentarios una manifestación más de la teoría
de la equivalencia entre ambos bandos, que se presentaba como garantía de
un comportamiento internacional correcto. En mi opinión muestra que el apaciguamiento
no estaba impulsado sólo desde la cúpula gubernamental sino
también desde lo más profundo de la burocracia británica. Por si las moscas, se
habló con el embajador francés y el Foreign Office intentó neutralizar, una vez
más, cualquier veleidad francesa en apoyo de la República.34 ¡Como para haber
depositado el oro en la City! Ahora bien, dado que la identidad de intereses
no era absoluta, no hubieran debido sorprender tanto los esfuerzos de Cot. Sabemos
que el 28 de julio la embajada republicana se puso en contacto con la de
la URSS. Comunicó que el ministro del Aire había conseguido liberar 25 aviones
de caza para enviar a España (indicación de que las informaciones británicas
no eran erróneas). Faltaban, eso sí, catorce pilotos y los españoles preguntaron
si los soviéticos podían proporcionarlos (AJNP).35 El tema no discurrió
como se preveía. El 4 de agosto Ossorio informó que 16 aviones norteamericanos
cerca de París pronto saldrían para España. A ellos habría que añadir
ocho Dewoitine en fábrica, que partirían para Toulouse como si fueran a repararse.
Desde allí se trasladarían a territorio republicano (AJNP). A finales de
mes transmitió lo que le había dicho Auriol. Se habían dado las órdenes para
que salieran los aviones pero varios se encontraban en reparación. Para entonces
el bloqueo de las costas mediterráneas y la actividad pirata de la flota italiana
ocasionaban perjuicios considerables. Auriol pidió paciencia y dijo que no
podía sincerarse más sino que la postura de algunos ministros evolucionaba a
favor de la República (AMAE-AB: caja 165, E1).
Según confirmó Azcárate dos reflexiones habían llegado al Consejo de
Ministros francés. La primera estribaba en la necesidad de estimular a Italia
para que cesara en su «acción de terror» en el Mediterráneo ya que la apertura
de la frontera franco-catalana haría que perdiese gran parte de su utilidad.
La segunda era que si Francia no la abría mínimamente el bloqueo de la República
aparecería como resultado de una acción conjunta franco-italiana:
Italia cerraba el mar y Francia la tierra. Para muchos franceses lo que estaba
en juego no era tanto tomar la iniciativa cuanto dejar en suspenso la medida
excepcional en virtud de la cual, y como consecuencia de la no intervención,
se había prohibido el tránsito de material con destino a España. La única
sombra era la actitud de Londres y Azcárate anticipaba una auténtica batalla
con París. Delbos en lenguaje moderado, Blum más explícito y Cot en forma
terminante y categórica se habían expresado en contra de la política británica.
Incluso el embajador norteamericano la había ridiculizado.36 Al tiempo
que, como veremos más adelante, hacía declaraciones un tanto rimbombantes,
y se retractaba de afirmaciones privadas ante Azcárate, Daladier dijo a
Ossorio que no podía acceder a lo solicitado. El Gobierno estaba dividido y
una parte se negaba absolutamente a actuar. No querían indisponerse con
Londres (telegrama del 7 de septiembre. AMAE-AB: caja 165, E1). Las ejercidas
por algunos sectores del EM, preocupados por la conducta italiana,
chocaban igualmente con la resistencia de otros no menos significativos del
Quai d'Orsay. Este empate duró varios meses hasta que lo zanjó Chautemps.
El vaivén subsiguiente en el Gobierno y Administración franceses se revela
en el caso de una operación todavía recubierta de bruma: la adquisición en
Nueva York, pagada religiosamente, de seis aviones Douglas por parte de la
casa Fokker. No pudieron consignarse a Estonia porque las autoridades de
este país exigían la desmesurada comisión de doce millones de francos. La alternativa
es que fuesen a parar a una compañía de aviación registrada en
Francia. La República disponía de dos, Air Pyrénées y la Compañía Francesa
de Transportes Aéreos. La primera tenía implantada una línea con España, la
segunda no. Fokker exigía una decisión. Contra la rescisión del contrato militaban
tres circunstancias: eran buenos aviones, se habían comprado no sin
dificultades y su precio en el mercado había subido en un 10 por 100 (informe
del 24 de septiembre de 1937. AJNP). De afirmaciones hechas por Shtern
se deduce que la operación terminó realizándose, si bien con retraso. A mitad
de octubre sabemos, por telegramas de Ossorio (AMAE-AB: caja 165, E1),
que nada se había decidido sobre el tránsito. Ciano declaró al encargado de
negocios soviético en Roma -y agente de la NKVD- que no creía que París
se atreviera a hacerlo. Se equivocaba, afirmó su colega francés al embajador
británico.
Dicho intercambio alimentó en Londres el curioso comentario de que los
franceses ofrecerían una excusa a Mussolini para incrementar su ayuda a
Franco.37 En tal lógica, impedirlo constituía ¡un favor a la República! También
lo esgrimieron siniestros políticos de primera fila como Flandin, a quien
Harvey incluso calificó de «serpiente», y que llegó a amenazar con pedir la
convocatoria de la Cámara para que la opinión pública pudiera enterarse de
las razones que impulsaban al Gobierno a cambiar de actitud.38 Poco más
tarde, el propio Lebrun declaró al embajador británico que no había mayoría
para adoptar una medida de tal porte y que lo mejor que podía hacerse era
permanecer neutrales, aún reconociendo la preocupación ante los brutales
métodos de Mussolini (telegrama del 23 de octubre, TNA: FO 371/21347).
No tiene interés demorarnos en las fintas y argumentos que se adujeron
en Londres para impedir u obstaculizar la actuación francesa. En la práctica,
y acorde con la tradición pragmática de la diplomacia británica, se impusieron
las consideraciones de Vansittart: hacer todo lo posible para que Francia
no abriera oficialmente la frontera al material que caía bajo la no intervención
pero no oponerse a que lo hiciese de manera inoficial. Los franceses dejarían
pasar lo que quisieran o pudieran.39 No sería, sin embargo, un volumen
que pudiera compensar los envíos de hombres y material que Italia
continuaría haciendo a Franco.40 Tuvo toda la razón. La comparación entre
las facilidades que recibía este último y los obstáculos con que chocaba la República
es un capítulo triste del encuadramiento internacional de la guerra civil.
Un análisis de los debates políticos e intelectuales del período tanto en
Francia como en el Reino Unido, en los que la contienda suscitaba pasiones,
podría llevar a otra consideración. Pero los resultados fueron los que hemos
enunciado. Los Gobiernos de París y Londres no fueron demasiado sensibles
a los movimientos de la sociedad civil (con todo, lo fue más el primero que el
segundo) y al republicano lo que le interesaban eran los resultados.
AZAÑA MUEVE FICHA
Las iniciales dificultades internacionales del Gobierno Negrín se vieron
potenciadas por ciertas acciones encubiertas del presidente de la República.
Se trata de un tema sobradamente conocido pero cuyas implicaciones y consecuencias
operativas no suelen subrayarse, en nuestra opinión, lo suficiente.
Apuntaron en una dirección en la que Azaña jamás pensó, a pesar de considerarse
como un buen conocedor de la política internacional, autoelogio que
en general no se le discute. En junio de 1937, Negrín convocó a los embajadores
en el extranjero. Se celebrarían dos reuniones. Una amplia y otra restringida
para los de Londres, París, Moscú y Washington, es decir, las capitales
claves. No se había hecho nada similar anteriormente. Azaña dejó en sus
memorias, en el apunte correspondiente al día 12, una impresión demoledora
sobre la gestión diplomática previa. Algunos representantes republicanos
nunca habían recibido instrucciones. Otros se habían limitado al papel de in-
formadores, de espectadores o de refugiados. A Largo Caballero no le importaba
el mundo exterior, en cuya realidad no creía. Esta caracterización podría
entenderse como maledicencia pero no lo era. Incluso la faz hacia el
mundo, Álvarez del Vayo, pensaba más como periodista que como gestor y
se concentraba demasiado en la SdN. «El trabajo directo, incansable, cerca
de los Gobiernos, a compás de las situaciones de cada día, faltaba». Azaña
dixit.41 En realidad, la mala gestión de la política exterior fue, con escasas excepciones,
una constante estructural de la República en guerra. Hoy resulta
incomprensible.
Quizá porque seguía pensando que la República tenía perdida la guerra a
causa del adverso contexto internacional, Azaña había tratado de alentar algún
tipo de mediación. Santos Juliá (2008, pp. XVIIIss) ha hilado su razonamiento
certeramente. Sin embargo, es posible hacer un diagnóstico correcto
y actuar incorrectamente. Fue el caso de Azaña. Como es notorio, actuó a
través de Julián Besteiro, quien desde el estallido de la guerra civil se había
mantenido en Madrid con un perfil extremadamente bajo. Se le había designado
para que representase a la República en las ceremonias de coronación
de Jorge VI en Londres. Largo Caballero había propuesto a Martínez Barrio,
en su calidad de presidente de las Cortes, pero Azaña se opuso. Indudablemente
él quería que fuese Besteiro, uno de los pocos políticos que había compartido
su valoración sobre las escasas posibilidades de victoria.
Azaña se adentró, por persona interpuesta, en un terreno resbaladizo.
Olvidaba que la República contaba con un embajador en Londres, uno de los
más eficientes de toda la red exterior y que transmitía asiduamente sus propias
valoraciones a Valencia. No sabemos si el informe de Azcárate reproducido
en el CD del apéndice (doc. 1) se lo pasó el Ministerio de Estado. Lo hacía
con muchos otros y no hay razón para que no lo hiciera con él. La
situación que describía hubiera debido inducir a Azaña a meditar, si lo leyó.
Los argumentos de Azcárate no dejaban lugar a duda alguna de que el Reino
Unido no contemplaba con condescendencia el devenir republicano. La controversia
sobre la gestión azañista se ha cebado no tanto sobre los hechos
sino sobre la forma y oportunidad.
Besteiro se entrevistó a las 11 de la mañana del 11 de mayo con Azcárate y
le describió su misión: Azaña deseaba alcanzar rápidamente una suspensión
de hostilidades por medio de una intervención internacional. Confiaba en que
Londres pudiera tomar la iniciativa. Suspendidas las hostilidades podría efectuarse
el retiro de los voluntarios. Eran ideas con las que el presidente llevaba
jugando meses. Besteiro señaló que le había mencionado la necesidad de po
ner al Gobierno al corriente del encargo. La respuesta fue que no era necesario
porque ya lo conocía. No parece que fuese cierto. Azcárate replicó que en
cualquier caso no había mucho nuevo. Desde febrero el Gobierno se había declarado
oficialmente a favor y se habían hecho gestiones con Londres y París.
Un matiz de importancia era, no obstante, que primero deberían retirarse los
voluntarios y que si la ejecución de tal medida lo requería podría hablarse después
de suspender las hostilidades. En la situación de Bilbao en aquellos momentos
parecía suicida plantear como tema central la suspensión ya que se
interpretaría inevitablemente como un amago de rendición. No era posible
cambiar de postura: los voluntarios iban primero y cuando se decidiera su retirada,
si se decidía, habría que estudiar si era o no necesaria la suspensión
para llevarla a cabo. Besteiro quedó impresionado por tales argumentos y respondió
que plantearía a Eden la cuestión como se había hecho hasta entonces.
El general Matz, que le acompañaba, indicó que el pueblo no aceptaría ni la
mediación ni la suspensión. Una señal de alarma.
La entrevista se celebró el mismo día 11 a las cinco de la tarde. Besteiro
encontró a Eden bien dispuesto.42 Stone (p. 236) afirma que no se ha hallado
minuta alguna de la conversación, lo cual es un tanto sospechoso. El Foreign
Office no solía trabajar con tanta nonchalance. Lo que se sabe es lo que Azcárate
apuntó en su diario. Eden habría afirmado que tenía sobre la conciencia
lo poco que había hecho para librar a España de la catástrofe [esto puede
entenderse una mera cortesía diplomática: como ya hemos demostrado en el
volumen precedente no había vacilado en dar instrucciones muy perjudiciales
para la República]. En consecuencia, estaba decidido a tomar la iniciativa
para poner de acuerdo a las potencias con el fin de que ejerciesen una acción
conjunta de cara a la retirada de voluntarios y una suspensión de hostilidades.
Si esto se conseguía, Eden creía que no volverían a reanudarse. Indicó,
no obstante, a Besteiro que no hiciese ninguna comunicación al Gobierno
porque no quería que por el momento el asunto tomase estado oficial. Cuando
el veterano político socialista se lo comunicó a Azcárate, éste respondió
que no había nada nuevo.43 Eden hizo algunas gestiones a través del Vaticano,
sin resultados (Avilés Farré, p. 92).
Tales son los hechos. En ocasiones anteriores había sido el Gobierno republicano
el que había actuado en el sentido más o menos inspirado por Azaña,
como ha analizado muy bien Juliá. En mayo de 1937 se produjo una innovación.
La elección por parte del presidente de la República de un mensajero personal
que tomó contacto con un gobierno extranjero si no a espaldas del em-
bajador al menos presentándole ante un hecho consumado. La gestión se hacía,
además, en un momento cuya dinámica Azaña no podía desconocer. Suponemos
que leería la prensa extranjera o al menos los recortes que se distribuían
ampliamente entre los altos escalones de la Administración, tanto civil
como militar. Es difícil que ignorase, por ejemplo, que Álvarez del Vayo había
dicho a un periodista de Le Temps que había corrido tanta sangre que ideas
como las lanzadas por Churchill en torno a una mediación no eran realistas.
Ante el Consejo de la SdN había calificado de «quimera» tal noción. Azaña no
podía estar menos informado que el encargado de negocios británico en Valencia
que por aquel tiempo daba a conocer sus impresiones al Foreign Office:
«ésta es una guerra a cuchillo, que probablemente sólo terminará con el colapso
de un bando o del otro, verosímilmente debido más a la debilitación de la
retaguardia que por derrotas militares» (DGBP, XVIII, doc. 489). ¿Había ocurrido
algo que hiciera que la situación hubiese cambiado radicalmente desde la
primavera, cuando el Gobierno había hecho algunas gestiones discretas? Plantear
la pregunta equivale a responderla con una negativa.44
La intromisión de Azaña pudo tener, sin embargo, consecuencias muy
graves. Eden habló de ella con Litvinov, quien también había acudido a la
coronación. Éste no la consideró una fruslería. Cuando, al mes siguiente,
Pascua celebró una de sus periódicas entrevistas con Stalin, Molotov y Vorochilov
el primero le preguntó sobre sus impresiones respecto a la situación. El
embajador respondió con el último mensaje oral de Largo Caballero: firme
convicción en la victoria final. Las dificultades radicaban en la inadecuación
y escasez de armamento. Añadió que el nuevo Gobierno seguía la misma trayectoria.
Stalin le miró fríamente y le soltó a bocajarro: «Pues no concuerda
lo que Vd. me dice con la gestión que hace poco se ha hecho en Londres por
representante del presidente de la República para llegar a una suspensión de
hostilidades y, tras ella, a una mediación para la paz».
Pascua se quedó helado y sólo supo responder que desconocía el caso y
que dudaba de que lo supiera el propio Gobierno ya que no encajaba con las
ideas y propósitos que él transmitía por encargo suyo. Se produjo un breve
silencio y pasaron a otros asuntos. Debió de ser un episodio inolvidable. El
embajador recordaría que
...me di perfecta cuenta en aquel momento de qué impresión no habrían tenido
Stalin y sus compañeros de máxima autoridad en el Gobierno soviético al conocer
de la gestión de Besteiro en Londres, realizada por específico encargo del presidente
Azaña, que con toda evidencia revelaba incoherencia y fallas de tipo gra
ve, hasta esencial si se quiere, por parte de los órganos dirigentes de suprema responsabilidad
en la política de la guerra en España.
Creemos que Pascua extraía una conclusión correcta cuando valoró lo
sucedido como sigue:
Y no hay que vacilar en deducir que este elemento de juicio seguramente sería
retenido en la mente de Stalin, persona de por sí muy cautelosa e inclinada a
la desconfianza, que gozaba también de persistente memoria, como uno más
para condicionar sus acciones en el futuro en esta esfera nuestra. Reflexiónese
sobre la posición falsa y harto delicada en que nos habíamos colocado, solicitando
por un lado, con apremio y continuamente, suministro de material bélico y de
otras importantes contribuciones del Gobierno soviético, único que en escala
considerable podía facilitárnoslas para la lucha contra los rebeldes con ánimo de
triunfo, y de otro lado metiéndonos simult&aacu
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